A veces, cuando he tenido un mal día, me siento en la terraza a observar mis pájaros detenidamente. Hundo entonces mis pensamientos entre los barrotes para hacerlos más ligeros saltando de palo en palo.

Por un instante me dejo abstraer por la belleza de lo liviano y al sentir la mirada curiosa de mis pájaros, siento como mi alma se envuelve de vivos colores.

Es entonces cuando el mundo se empequeñece para acabar tomando el tamaño despreocupado de un pájaro y recíprocamente, este toma el tamaño del mundo para volverlo frágil, volátil y mullido.

Dentro de ese nuevo ser siento un agradable calor, un calor que quema todos mis malos recuerdos, y espíritus como el mío se van agrupando y perfilando una nueva constelación que orbita en derredor de un corazón melodioso.

De pronto un haz de luz se cuela por la ventana y proyecta la vivaz imagen de mi pájaro contra la pared encalada. Surgen como por arte de magia, sombras chinescas entre las que no tardan en aparecer imágenes de mi infancia, de mis seres queridos, de mi añorada perra “golfa”, y siento mi espíritu elevarse como un trino prendido al aire de Levante.

Cuando todo ha acabado, reparo en mí como una triste sombra engañada por lo fútil y lo ordinario, y me doy cuenta de que las apariencias nos sustraen de lo verdadero y de lo bello para acabar robándonos la felicidad.
A LA MEMORIA DE EDUARDO COBO SAN EMETERIO
JOSE IGNACIO CARMONA SANCHEZ (IÑAKI)
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